Hoy el calendario me recordó que me queda poco más de una semana en Madrid. Madrid, siempre será la ciudad en la que me hice mayor. Un buen día decidí llenar la maleta e ingeniármelas para vivir haciendo lo que me gustaba. Lo que me gustaba resultó no gustarme tanto, y casi por casualidad encontré mi profesión en el estudio de sociedades viciadas. En cuatro años, que ha durado esta aventura, he viajado más de lo que lo había hecho hasta entonces: Dublin, Paris, Berlin, Londres, Amsterdam, y un buen carro de ciudades del territorio nacional. He querido y me han querido, he llorado bien, he amanecido en Gran Vía, me ha raptado un taxista punki, me han robado, me he enfermado, me han enseñado lo que es la amistad infinita, incondicional y eterna, he aprendido a jugar a videojuegos, he comido pasta y arroz durante semanas, me han traído huevos Kinder a la cama, he trabajado en lugares horribles para terminar finalmente en un bonito despacho con aire acondicionado, he cobrado mucho a veces, y otras me han pagado miserias, me he disfrazado, he llevado vestidos de gala y he perdido la vida en tantos conciertos que sería imposible enumerarlos. He odiado a Madrid y a su inmundicia y la he querido por partes iguales.
Por delante, Varsovia, ciudad del este, ciudad fría, ciudad soviética. Ciudad a la que me comprometí a ir cuando Madrid dejó de oxigenarme, ciudad a la que quería ir y que ahora me parece tan lejana. Tan lejana de ellos, tan lejana de lo que conozco, tan lejana de tu cama.